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“Aquí se viene llorado de casa”. Esta frase, que algunas pensábamos ingenuamente que estaba más o menos superada, ha vuelto a la palestra. Y de qué forma.

Más allá de la preocupación que me produce que este tipo de ideas se lancen desde la esfera pública, creo que puede servirnos para retomar debates y reflexiones en torno al papel de las emociones en nuestros procesos como sociedad y en cómo estamos construyendo los espacios de cambio y resiliencia.

El capitalismo relegó las emociones al ámbito de lo privado, luego las mercantilizó (viajes para conocerte mejor, San Valentín..)  y ahora que la salud mental ha entrado en la agenda social, su solución es atiborrarnos a pastillas y sustituir las relaciones personales por redes sociales y metaversos.

Además, las categoriza e impone: nos mandan a llorar a casa mientras se abren los micros para insultar, mentir y vomitar discursos de odio.

Aunque a primera vista parezca lo contrario, está claro que el sistema es consciente del poder de las emociones: en política es bien sabido que votamos con “las tripas” y en economía hace tiempo que se abandonó la teoría del “homo economicus”. Sin embargo, la mayoría de las personas diría que vota según los programas electorales y que las campañas de publicidad ya no engañan a nadie.

Esta es la primera de las disonancias a superar y la primera pista para jaquear de verdad el sistema. Para construir y sobre todo, mantener espacios de cambio, necesitamos reconocernos como seres sintientes sin ningún tipo de complejo. 

La segunda es no olvidarnos de que, además de sentir, dependemos las unas de las otras. Porque es aquí donde tenemos que romper otro de los mantras que nos han inoculado hasta la saciedad: Sobrevive quien mejor se adapta al entorno. Pero esa adaptación no se basa en la fuerza, en el individualismo ni en la competición. La historia nos ha demostrado que solo mediante la simbiosis y la colaboración hemos sido capaces de adaptarnos y sobrevivir como especie.

Si hay algo que la mayoría tenemos claro, es que el reto de nuestra época es, precisamente, adaptarnos a los futuros escenarios que nos traerán el cambio climático y la escasez de recursos. Tampoco hace falta pasar mucho tiempo hablando con la cuadrilla o consultando la prensa para palpar el ambiente de polarización que traen consigo los primeros atisbos de lo que se nos puede venir encima.

Las emociones están a flor de piel. Esto no es bueno ni malo en sí mismo. De hecho, me inclinaría a decir que es algo bueno porque solo a través de ellas encontramos la energía para provocar cambios significativos. Eso sí, depende de cómo las gestionemos iremos a escenarios de esperanza, paz y democracia o de conflictos, pánico y autoritarismos.

Mi percepción es que, en estos momentos, la segunda opción va ganando. No solo a nivel macro, sino también en esos espacios que denominamos resilientes o de pensamiento crítico. El tono de algunos debates, el desgaste y la falta de relevo para “tirar del carro” la dificultad para escalar proyectos y llegar a más gente, la falta de participación real, la sensación de hablar, pero no entendernos… ¿os suena, verdad?

No se trata de cargar sobre nuestros hombros toda la culpa y obviar la influencia del entorno y la cultura en la que nos hemos educado. Lo que sí está en nuestras manos y lo que debería diferenciarnos de otros modelos, es ser capaces de poder pensar sobre esto.

Si hablamos y no nos entendemos, si en la teoría tenemos objetivos comunes, pero en la realidad es imposible ponernos de acuerdo tal vez sea porque a veces intentamos dar argumentos racionales a reacciones emocionales, o porque la eco-ansiedad nos hace pisar el acelerador y priorizar el qué y cuándo sobre el cómo y con quién. El proverbio africano” si quieres ir rápido ve solo, si quieres llegar lejos, ve acompañado” que tan presente estaba hace unos años, empieza a encontrarse con muchos matices. Todos ellos válidos, siempre que se trabajen desde el respeto.

Y dentro de este debate ¿dónde me posiciono yo?

Que cada vez se produzca más energía renovable mediante autoconsumo o que cada vez haya más proyectos de agroecología es una solución, un cambio, pero necesitamos más.  Demostrar que esos proyectos se pueden gestionar de manera comunitaria, en espacios emocionalmente responsables y seguros donde prime el bien común es un cambio de sistema.

Es lo que necesitamos. Es una revolución y es mi revolución.

Emprendimiento Colectivo ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons.

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