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Los principios y valores de la Economía Social y Solidaria, como la Igualdad, la Libertad y la Solidaridad, regulan y orientan a las personas y a sus organizaciones. Desde la Escuela de Economía Social queremos crear espacios de diálogo que nos hagan seguir reflexionando sobre lo comunitario y los proyectos colectivos, impulsados en ideas éticas que constituyen el marco general para la práctica de la Economía Social y Solidaria.

En esta entrevista, el filósofo Carlos Javier González nos comparte reflexiones muy profundas, y en las que a través de sus ideas y pensamiento podemos poner en valor y avanzar en la Economía Social como acción solidaria, es decir, compromiso y ayuda mutua entre hombres y mujeres para que en conjunto podamos construir un mundo más justo y sostenible.


Julián Marías mantenía que en la actualidad estamos confundiendo la felicidad, que la entendía como algo personal y alojado en el fondo de cada persona, con el bienestar maximizador del utilitarismo. En este sentido, ¿qué diferencias hay entre esta concepción individual de Julián Marías y el individualismo utilitarista de nuestra sociedad de consumo?

No coincido, en general, con esta visión de la felicidad como algo netamente individual. Como indicó el maestro de Julián Marías, José Ortega y Gasset, y ya mucho antes Aristóteles, todo individuo se halla inserto en una circunstancia determinada. Esta circunstancia inscribe al sujeto en una red de relaciones que incluye los aspectos económicos, sociales y, en general, estructurales en los que acontece cualquier vida humana. En este sentido, ninguna concepción de la felicidad depende ni puede depender en exclusiva de nuestra concepción individual, es decir, debemos contar con el contexto en que nuestra vida particular se da y se desarrolla.

A lo largo de la historia, numerosos pensadores, sobre todo los defensores de las denominadas “éticas formales”, han prescindido de los aspectos materiales de nuestra existencia a la hora de dar una definición de la felicidad. Aunque fue y sigue siendo uno de mis maestros filosóficos, la postura defendida por Arthur Schopenhauer, por la cual la felicidad consiste en la capacidad para desarrollar un alto grado de independencia de los factores externos, me resulta insuficiente. Estoy más en la línea de pensadores como Philipp Mainländer, quien, a pesar de su hondo pesimismo, defendía la necesidad de considerar la vertiente social del ser humano. También Eduard von Hartmann, igualmente epígono de Schopenhauer, sostuvo que el auténtico progreso se da cuando éste toca a todos los individuos, y no sólo a un puñado de ellos. En este sentido, diría que la felicidad reside más en el proceso de la obtención del bienestar, es decir, en el camino (y por tanto, en el tiempo verbal del gerundio), que en la satisfacción plena (en el tiempo del participio o del infinitivo). Lo que carece de movimiento se petrifica, y nuestra naturaleza es constitutivamente deseante.

Ahora bien, ese deseo está mediatizado por las expectativas sociales y los imperativos culturales de cada época, y es en este punto donde aparece el utilitarismo de la sociedad de consumo, que se caracteriza, a mi modo de ver, por la expropiación de nuestro deseo. Por eso, a mi juicio, una buena caracterización de la felicidad sería aquella que nos preparara para saber qué deseamos, por qué y en virtud de quién, para, tras un examen de nuestras circunstancias, saber hacia dónde queremos encaminar nuestro deseo. Felicidad e independencia de deseo están estrictamente relacionados. La pregunta es si queremos alcanzar tal independencia y a qué precio podemos llegar a obtenerla, en un escenario en el que todo se encamina a igualar gustos, experiencias y anhelos, en una silenciosa dictadura de lo igual, asunto especialmente preocupante en adolescentes y jóvenes, sujetos a los imperativos del mercado a través de la publicidad y las redes sociales. La pregunta, de tintes schopenhauerianos, que deberíamos hacernos es: ¿puedo querer lo que quiero?, o planteado de otra forma, ¿puedo llegar a forjar un deseo independiente?

«En este sentido, ninguna concepción de la felicidad depende ni puede depender en exclusiva de nuestra concepción individual, es decir, debemos contar con el contexto en que nuestra vida particular se da y se desarrolla»

José Ortega y Gasset, en su Razón Histórica, nos decía que, a diferencia de las cosas físicas, las cosas humanas no sólo en están en el tiempo, sino que el tiempo está en ellas. Si estamos asistiendo a una transición histórica hacia el individualismo utilitarista en detrimento de lo colectivo, ¿qué narración tenemos para entender cómo hemos ido cediendo los espacios de participación y convivencia colectiva?

La responsabilidad individual nunca puede desprenderse ni desentenderse de la responsabilidad colectiva. Nos han hecho creer, a través del narcisismo propio del selfie y de la mostración constante y enfermiza en redes sociales, que lo importante es nuestro estado de ánimo, nuestra circunstancia personal. El precio de este narcisismo ha sido la narcotización del sujeto. Desde instancias políticas e institucionales nos han bombardeado, durante la pandemia, con la importancia del autocuidado, menospreciando así la vertiente social de nuestra existencia. Se ha culpabilizado al individuo de su estado, y con ello ha quedado encerrado en sí mismo, encapsulado y, como digo, narcotizado. Sin acción social, o antes, sin compromiso y conciencia sociales, el individuo no puede más que verse encerrado en su esfera individual y, asfixiado, se ahoga en su particular estado, sin prestar atención a lo que sucede más allá de las fronteras de su espacio anímico y afectivo. En mis clases de Filosofía y Psicología intento hacer ver a mis adolescentes y jóvenes que el teléfono móvil no es más que la mediatización de nuestro contacto con el mundo, que hemos colocado un instrumento entre nosotros y nuestro entorno que a su vez impregna nuestra circunstancia con la marca del abandono: estamos solos con nuestro teléfono frente a un mundo que está lleno de individuos que están solos con su teléfono. Conectados pero más solos que nunca.

Con la predominancia de la tecnología en todas las facetas de la vida, hemos sido arrojados no a la existencia, como sostuvo Heidegger, sino a una prisión tecnológica desde la que nos resulta imposible empatizar con el resto de experiencias humanas. Sólo comentamos publicaciones ajenas o repartimos likes como si esto indicara un contacto real con el mundo. Como si fuera la única forma de estar en el mundo. Y lo más preocupante, como ya denunciara hace décadas Susan Sontag: nos hemos convertido en asépticos observadores de la realidad, en voyeurs privilegiados que, parapetados tras la pantalla, no piensan en intervenir en esa realidad, sino en mostrar su acuerdo o desacuerdo con lo que ven. Todo es absolutamente intrascendente, todo dura lo que dura un gesto de nuestro pulgar. Por eso, hace falta concienciar a las nuevas generaciones, y a gran parte de los adultos, de que es necesario volver a la polis, a la ciudad, para -como defendió Hannah Arendt- hablar en comunidad de los asuntos que nos pre-ocupan como sociedad.

«La responsabilidad individual nunca puede desprenderse ni desentenderse de la responsabilidad colectiva»

Como si de un contrapunto se tratara, el momento en que vivimos encumbra al individuo y el respeto exacerbado al yo como fin último. Por otro lado, sentimos cómo perdemos diversidad ante un fenómeno global que homogeniza pensamiento y culturas. ¿Por qué se produce esa dicotomía que nos aísla y uniforma cada vez más?

En realidad, es una falsa dicotomía. Es la dicotomía que nos han impuesto y que hemos creído a causa de la mediatización tecnológica del mundo. He defendido en numerosos foros, conferencias y cursos que lo importante no es lo que hacemos tras las pantallas, sino lo que dejamos de hacer cuando estamos frente a ellas. No estamos más aislados: creemos estarlo y, además, nos resulta mucho más cómodo que así sea. Caer en la ilusión de que estamos más aislados nos enajena intelectualmente e impide comprobar que el auténtico contacto humano es puramente mamífero: nacemos de una madre a cuyo pecho nos colocan nada más llegar al mundo. Necesitamos del calor del otro, de la afectividad.

Los cuerpos son el elemento por el que estamos en el mundo y a través del cual establecemos relaciones con él y con otros cuerpos. En cierta forma, el narcisismo que propicia el uso compulsivo de las nuevas tecnologías, a través de las pantallas, se corresponde en paralelo con un olvido del cuerpo, o más aún, con el olvido de que somos un cuerpo. El cuerpo nos individualiza, nuestro cuerpo es una frontera, el cuerpo nos hace únicos. Por eso Lucrecio defendió que entre los amantes, tras el fragor del placer, existe una herida oculta: la de los cuerpos que quieren volver a unirse una y otra vez sin que puedan ser el otro cuerpo. Pero esta es la belleza de la experiencia humana, este es el bello drama que nos individualiza y que a la vez nos hace buscar al otro: la experiencia de la soledad en un cuerpo que necesita de los otros. Como defendió María Zambrano, somos “soledades en convivencia”.

En tus intervenciones en los medios mantienes que el acceso a cubrir necesidades está claramente marcado por unas formas individuales y mercantiles con lógicas perversas que podrían estar contenidas en la autoayuda, el uso de la tecnología o los ansiolíticos. ¿Por qué no acaban de funcionar soluciones desde el individuo? ¿Es desde una perspectiva colectiva una respuesta más realista?

Jamás cuestionaré el juicio clínico de un médico, psiquiatra o facultativo que decide medicar a un paciente por padecer algún tipo de trastorno emocional o de la conducta: ansiedad o depresión, trastornos de la conducta alimentaria, TDAH, TOC y tantos otros. Lo que sí cuestiono son las circunstancias en que se dan todos estos desórdenes y trastornos. Lo preocupante es que estamos creando, a cada instante y con cada una de nuestras decisiones y acciones, el campo de cultivo para que todos estos malestares emerjan y se asienten como algo propio y cotidiano en nuestra cultura. Por eso defiendo que, primero como individuos y después como sociedad, debemos pensar qué tipo de cultura estamos desarrollando para que tengamos normalizado el uso y abuso de todo tipo de amortiguadores que anestesien dichos malestares. Sin embargo, a la vez y como contrapartida, nuestros jóvenes -y numerosos adultos- consumen con enorme facilidad y normalidad bebidas energizantes que los mantienen activos y despiertos en un incesante trasiego de experiencias y estímulos, la mayor parte de ellos ofrecidos a través de una pantalla.

Esta paradoja es terrible: no queremos perdernos nada ni bajar el ritmo y es precisamente ese ritmo el que está acabando con nosotros. Para sobrellevarlo, acudimos entonces a la autoayuda, a la omnipresente resiliencia, al mindfulness y un sinfín de nuevas espiritualidades que prometen ayudarnos a “gestionar” lo que está mal en nuestra vida. Pero ¿y si lo que está mal en nuestra vida es justamente el terreno en el que ésta se desenvuelve? ¿Y si fueran las condiciones en que se da nuestra vida lo que tendríamos que cambiar? Hemos aceptado con terrible normalidad habitar un entorno inhabitable. La consecuencia es inevitable: enfermar a fuerza de forzarnos a habitar nuestros malestares estructurales.

«¿y si lo que está mal en nuestra vida es justamente el terreno en el que ésta se desenvuelve? ¿Y si fueran las condiciones en que se da nuestra vida lo que tendríamos que cambiar?»

El mundo según Lea. Cuentos para pensar, de Carlos Javier Gonzalez Serrano

El comunismo y el capitalismo configuran sociedades de masas donde el individuo se disuelve en los procesos colectivistas o individualistas. ¿Cómo imaginas el espacio que hay entre la disolución de nuestra individualidad que se da entre procesos homogeneizadores y el aislamiento en soledad?

Los paradigmas del comunismo o del capitalismo fueron superados hace mucho tiempo. Ninguna sociedad es hoy puramente comunista o capitalista; el mundo, en general, ha transitado hacia una economía de mercado global en la que sólo cuenta el intercambio de capitales, ya sea en forma de dinero o de materias primas. Todo, en nuestro mundo, está a la venta. Incluso el tiempo, puesto que de seguir el ritmo de consumo y explotación actuales, no es en absoluto exagerado pensar en un futuro no muy lejano en el que habremos de guerrear por bienes esenciales como el agua e incluso el oxígeno, a la vista de los altos grados de contaminación que se dan en las grandes metrópolis mundiales. Frente a las grandes utopías de cualquier signo, apuesto por volver a las redes y asociaciones vecinales, al contacto cercano entre individuos que comparten un espacio común, para, a través del diálogo y la preocupación por lo común, poder crear grupos de contención y presión que conciencien a la sociedad y a los gobiernos sobre la necesidad de hacer un alto en el camino.

Necesitamos crear conciencia: nuestros gestos diarios y nuestras decisiones cotidianas crean presente y generan futuro. No hay que disolver nuestra individualidad, todo lo contrario: tomar en serio que todo cuanto hacemos repercute en nuestro entorno, que somos ejemplo para nuestros jóvenes y el apoyo que necesitan nuestros mayores, y que todos transitamos un mismo camino y compartimos un mismo escenario. La cuestión no es dejar de ser narcisistas, sino serlo en la medida adecuada, es decir, sabernos únicos para generar conciencia común. Una masa se distingue de un grupo porque en la primera no hay individualidades pensantes, sino un instinto gregario; en un grupo libremente constituido hay, por el contrario, voluntades particulares puestas en común, es decir, libremente constituidas como un todo. Un sano narcisismo, entendido como responsabilidad individual frente y con la colectividad, puede ser lo que nos salve del narcisismo enfermizo que desemboca en la masa informe de lo igual.

«apuesto por volver a las redes y asociaciones vecinales, al contacto cercano entre individuos que comparten un espacio similar, para, a través del diálogo y la preocupación por lo común, poder crear grupos de contención y presión que conciencien a la sociedad y a los gobiernos sobre la necesidad de hacer un alto en el camino»

La Economía Social y Solidaria, de la misma manera que el concepto de renacer de María Zambrano, no pretende un renacimiento tras la muerte, destruir para volver a vivir, sino durante la vida, un nacimiento desde aquellos fragmentos de los que todavía tenemos potencialidades ¿Crees que las posibles soluciones económicas y sociales, sean cuales sean, deberían tener estas aspiraciones? ¿Cuáles son aquellas potencialidades sobre las que apoyarnos y cuáles dejar atrás para renacer?

No creo, como defendieron Marx o Bakunin en algún momento, que necesitemos un gran colapso social y económico para revocar la situación actual. Confío más en el criterio zambraniano de que en una vida han de darse múltiples muertes y resurrecciones para poder vivir en plenitud, tanto particular como social. Esas resurrecciones no precisan de la destrucción y la regeneración, sino de una bajada a los ínferos y una vuelta a la luz. Así lo pensó Zambrano. Como defendió en Hacia un saber sobre el alma, “en toda resurrección hay un descenso a los ínferos”. Este descenso tiene que ver con un alto grado de lucidez, con una conciencia plena de nuestra circunstancia. No consiste en hacer mindfulness, en hacer respiraciones profundas que nos hermanen con nuestra interioridad. Consiste, más bien, en atrevernos a coger las riendas de nuestra responsabilidad individual y actuar en consecuencia. Bajar a los ínferos, como nos invita Zambrano, significa ponernos en diálogo con nuestros semejantes, conocer sus problemas e inquietudes, para, a través de nuestro ser “soledades en convivencia”, trazar caminos de solidaridad y cooperación mutuas.

Autores como José Luis Coraggio proponen una vía que pasa por un modelo económico contrahegemónico y abierto a respuestas colectivas e individuales desde la comunidad, el estado y mercado. ¿Cabe la posibilidad de que un modelo sin aspiraciones hegemónicas que permite la convivencia de la diversidad y la democracia económica pueda ser clave para superar la actual situación? ¿Por qué?

No existe ningún poder que no sea -potencialmente- hegemónico, es decir, no existe un poder que no quiera imponerse sobre el resto de poderes instituidos. Todo poder exige, por su propia dinámica, devorar a otros poderes que hagan que esa hegemonía se desarrolle y crezca indefinidamente. Por tanto, como individuos, nuestro papel ha de ser el de cuestionar no el propio poder, necesario para constituir, por ejemplo, la democracia u otros órdenes de convivencia más o menos sanos, sino para preguntarnos de dónde proviene ese poder y para qué se está empleando. Hace no mucho, una estudiante de dieciséis años me dijo en clase que puede que la filosofía no sirva para nada, pero que sí es útil para saber a quién se está sirviendo, a qué intereses estamos respondiendo por inercia. Por eso las humanidades son tan centrales en el currículo de nuestros jóvenes, porque contribuyen a desarrollar un compromiso con nuestra circunstancia, a cuestionarla, ponerla entre paréntesis y reflexionar sobre ella.

Es incuestionable que el poder económico ejerce una notable influencia sobre los poderes políticos e institucionales, y por eso es tan importante crear desde familias y colegios e institutos una conciencia ciudadana que potencie un modo de pensar autónomo e independiente de las dinámicas propias de nuestro tiempo, que absorben y enajenan nuestro deseo e incluso nuestra inteligencia, al supeditarla a una inercia irreprimible. La única manera de fomentar un pensamiento crítico en nuestra juventud es la de impedir que se olviden nuestras aspiraciones de alcanzar el bien, la justicia y la verdad. Son esas aspiraciones, netamente humanísticas y acaso imposibles de alcanzar (pero tras las que siempre estamos en camino de obtener), las que nos permiten contrarrestar el influjo del poder económico, que en sí mismo no es negativo, pero empleado como única herramienta de poder puede llegar a constituir una enorme amenaza para nuestro futuro inmediato, al hacer sinónimos los términos de progreso y explotación. No todo está -ni puede estar- en venta. Existen aspiraciones, como defendió Kant, a las que no podemos renunciar por el hecho de ser seres racionales.

«por eso es tan importante crear desde familias y colegios e institutos una conciencia ciudadana que potencie un modo de pensar autónomo e independiente de las dinámicas propias de nuestro tiempo»

Carlos Javier González Serranoes Profesor de Filosofía y Psicología y orientador de la etapa de Bachillerato. Director de proyectos culturales. Asesor editorial, de cultura y comunicación. Presidente de la Sociedad de Estudios en Español sobre Schopenhauer (SEES). Embajador de la Internationale Philipp Mainländer-Gesellschaft. Miembro del Comité Directivo de la Sociedad Iberoamericana de Estudios sobre Pesimismo (SIEP). Director del podcast «A la luz del pensar» (Radio Nacional de España). Director científico del Café del Observatorio Social de la Fundación La Caixa

Emprendimiento Colectivo ha publicado esta entrevista con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons.

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