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El emprendimiento constituye un pilar fundamental para el progreso económico. Ello se debe a que son las empresas las que crean empleo y riqueza en los territorios, y las que, por tanto, dinamizan la economía de los mismos a través de su actividad económica. Como se suele decir, las empresas son los motores del crecimiento económico. Sin embargo, sin empresarios no hay empresas, y, por lo tanto, las posibilidades de avance económico se pueden ver limitadas si no hay personas que deseen crear esas empresas.

De este modo, el futuro de las sociedades depende de que existan personas que cuenten por un lado con la formación, las competencias y los rasgos necesarios para la creación de empresas; y por otro, con el deseo de convertirse en empresarios y empresarias. Esta complementariedad es indispensable, pues una empresa creada por una persona sin los conocimientos necesarios para gestionar un negocio, estará destinada a fracasar; e igualmente, de nada servirá tener los conocimientos necesarios si no se ponen en práctica a través de la creación de una empresa.

En este contexto, y dada la importancia del emprendimiento en las economías, los poderes públicos de distintos niveles (europeo, nacional, autonómico e incluso local) hace ya varios años que empezaron a dedicar muchos esfuerzos a fomentar el espíritu emprendedor y a implementar programas formativos sobre emprendimiento. Y, aunque poco a poco van dando sus frutos, aún queda mucho camino por recorrer.

Sin embargo, si educar para el emprendimiento supone aún una tarea pendiente, parece que educar para emprender en Economía Social es ya una tarea imposible. Como profesora universitaria que soy en Ciencias Económica y Empresariales, cuando a mis alumnos les hablo de que existe otra forma de hacer Economía, la de la Economía Social, me miran absortos como si les estuviera hablando de una utopía o una realidad paralela. Les insisto mucho en que no es fruto de mi invención, y les llevo a charlas y distribuyo material para que cotejen que existen empresas (e insisto en que son empresas, con su rentabilidad y beneficios, necesarios para su viabilidad) que se basan en unos valores diferentes y que su funcionamiento y filosofía dista mucho de lo que le enseñamos en nuestras aulas: la maximización del beneficio y el paradigma de la competencia.

En contraposición, les explico que estas empresas, cuyo principal representante son las cooperativas, se basan en los valores de autoayuda, responsabilidad por los propios actos, democracia, igualdad, equidad y solidaridad; y que dichos valores se ponen en práctica en las organizaciones y empresas de Economía Social a través de los siguientes principios de funcionamiento: 1. Adhesión abierta y voluntaria, 2. Gestión democrática, 3. Participación económica de socios y socias, 4. Educación, entrenamiento e información, 5. Cooperación, 6. Autonomía e independencia, 7. Compromiso con la comunidad.

En la misma línea, les explico que, además de las distintas leyes a nivel nacional y autonómico que existen para las distintas formas jurídicas de Economía Social (cooperativas, empresas de inserción, centros especiales de empleo, etc), existe una ley marco que recoge bajo un mismo prisma esta realidad, la Ley 5/2011, de 29 de marzo, de Economía Social. Y además existen distintas iniciativas e informes a nivel internacional para el fomento y refuerzo de la Economía Social (desde la OCDE; pasando por la OIT, la UE, etc). Todo ello contribuye a abrirles una ventana a que otro paradigma económico es posible, basado en la cooperación y no en la competencia.  

Como fruto de esta semilla que les siembro en su desarrollo académico, muchos de mis alumnos vuelven a buscarme para realizar su Trabajo Fin de Grado sobre estos temas alternativos; lo cual supone para mí una inmensa satisfacción. El abrirle los ajos a nuestros jóvenes sobre otras posibilidades y que muestren interés por ello, es una señal de que nuestro sistema erra a la hora de dar por hecho que todos los individuos nos movemos por el interés propio y por la maximización del beneficio económico.

De hecho, los planes de estudio relacionados con la Economía y la Empresa de las universidades y toda la literatura económica en la que estos se basan, parten de esta idea de maximización de utilidad individual y rendimiento económico. A este respecto, Amartya Sen (1987) no puede decirlo más claro cuando afirma que toda la literatura económica neoclásica se fundamenta en una serie de principios de comportamiento que se resumen en egoísmo, oportunismo, y alta valoración de la libertad económica individual. Y con estos principios son con los que nos educan y crecemos, llegando a formar parte de nuestro ADN.

Sin embargo, la Economía Social se aleja de estos preceptos y parte de unos principios y motivaciones tales como la preservación de la vida humana, la libertad personal, la democracia, el desarrollo de las fuerzas productivas coherente con la evolución de la sociedad y el medioambiente, y la igualdad de oportunidades. En otras palabras, la Economía Social da cabida a que el ser humano se mueva por otros motivos más allá del económico y del bienestar individual, considerando al resto de la sociedad en la búsqueda de su satisfacción personal.

Teniendo en cuenta esta otra filosofía, es evidente que las empresas de Economía Social no sólo contribuyen a que haya crecimiento económico (al igual que las empresas convencionales), sino también a que se produzca un desarrollo económico sostenible. Desde esta perspectiva, este matiz resulta fundamental, pues mientras el crecimiento económico implica un incremento de la riqueza de los territorios, el desarrollo económico sostenible hace referencia, además, a un reparto más justo y equitativo de dicha riqueza, con una igualdad de oportunidades y con una sensibilidad especial con el entorno y la inclusión social.

En este punto, es preciso reflexionar sobre esta realidad: queremos estimular y fomentar el emprendimiento en nuestros jóvenes para que ejerzan como motores de cambio de los territorios.

Pero ¿Qué tipo de contribución queremos que realicen en nuestro territorio? ¿Nos basta la contribución económica? ¿O es preferible una contribución que vaya más allá del ámbito económico y financiero en línea con los ODS, por ejemplo? La respuesta parece clara. Sin embargo, si nuestros jóvenes no conocen la Economía Social ni están familiarizados con sus valores, ¿Cómo van a considerar si quiera emprender bajo este paradigma? ¿Sería necesario educar no sólo en emprendimiento, sino también en unos valores diferentes?

Educar en cooperar más que en competir. Ahí parece estar la clave.

Emprendimiento Colectivo ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons.

*Esta entrada ha sido realizada en el marco del proyecto: “Economía Social, Universidades y ODS: Una propuesta de sensibilización y conexión, financiado por la Consejería de Empleo, Empresa y Trabajo Autónomo de la Junta de Andalucía»

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