Tiempo de lectura: 2 minutos

En una época en la que muchas empresas intentan parecer responsables mientras mantienen intacto su modelo de negocio, la Economía Social y Solidaria (ESS) representa algo radicalmente distinto: no genera valor a pesar de sus objetivos económicos, sino a través de ellos. No dona una parte de sus beneficios; construye su identidad entera sobre relaciones justas, territorios cuidados y respuestas colectivas a problemas estructurales. Desde ahí, medir el impacto social no es un gesto decorativo ni una exigencia externa: es una práctica de coherencia, una herramienta de legitimación y una apuesta por el futuro.

En la Economía Social y Solidaria, el impacto no es un efecto secundario, sino su razón de ser. Por eso, medirlo implica mucho más que cuantificar resultados. Supone preguntarse: ¿Qué valor estamos creando realmente?, ¿para quién?, ¿con qué efectos a largo plazo? Y sobre todo: ¿Cómo demostramos que este otro modelo económico no solo es viable, sino profundamente necesario?

Muchas organizaciones del sector operan en los márgenes: con menos recursos, menos acceso institucional y menos reconocimiento. Aun así, generan vínculos donde otros siembran competencia, promueven inclusión donde otros buscan rentabilidad, y construyen comunidad donde otros acumulan capital.

En ese contexto, poder visibilizar el valor que generan —con datos, relatos y aprendizajes— es esencial para ocupar el lugar que les corresponde en el diseño de políticas públicas, en el acceso a recursos y en la construcción de un nuevo sentido común.

Ahora bien, no todo vale. Medir el impacto social requiere hacerlo desde marcos coherentes con los valores del sector. No se trata de adaptar metodologías diseñadas para grandes empresas que externalizan daño y luego lo compensan. Esa lógica fragmentada, que mide efectos positivos puntuales sin cuestionar el modelo de fondo, no sirve aquí. La ESS necesita herramientas éticas y participativas que reconozcan lo complejo, lo cualitativo y lo relacional. Que no midan el impacto como una nota final, sino como parte viva del proceso transformador.

Medir es también una forma de cuidar. Cuidar el sentido del trabajo colectivo. Cuidar lo que aprendemos. Cuidar los vínculos con las personas y comunidades con las que trabajamos. Una medición bien planteada no reduce la realidad a cifras: abre conversaciones, ilumina contradicciones y fortalece el compromiso.

Para que esto sea posible, es necesario democratizar la medición: que no sea un privilegio de quienes pueden pagar una consultora, sino un derecho colectivo. Para ello hace falta formación, acompañamiento, metodologías accesibles y una apuesta política por reconocer que lo que no se mide, muchas veces no se valora. Y la ESS no solo merece ser valorada: necesita ser entendida en toda su profundidad transformadora.

Porque medir no es rendir cuentas a un financiador. Es rendir cuentas al futuro que queremos construir.

En un momento histórico atravesado por múltiples crisis —climática, social, democrática— necesitamos nuevos referentes. La ESS los ofrece. No porque sea perfecta, sino porque pone en el centro lo que el sistema dominante relega: la dignidad, la justicia, la interdependencia.

Medir el impacto social no es una moda, ni un trámite, ni un lujo. Es una herramienta de lucha. De visibilidad. De continuidad.

Y, sobre todo, de esperanza activa: esa que no espera que el cambio venga desde arriba, sino que lo construye, día a día, desde abajo.


Emprendimiento Colectivo ha publicado este artículo con el permiso de su autora mediante una licencia de Creative Commons.

Imagen de publicación: marco-de-vista-superior-de-graficos-de-economia Freepik

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Publicaciones Similares